Hoy me gustaría traer aquí
esas comidas de antaño con las que crecimos más de una generación. Comidas de
aprovechamiento que nos saciaban con poco dinero. En mi casa del Carmen, en las
callejuelas de la infancia, aparte del guisoteo, los pucheros, las panizas eran
punto y aparte. Harina de garbanzo cocida en agua y sal. Después se freían y
estaban muy ricas. Otras, una vez cocidas, se cortaban en cuadrados y se
aliñaban. Este plato era conocido como “huevos de fraile”.
Recuerdo las sopas de
picadillo, los guisos de lentejas, garbanzos, patatas, con tropezones o sin
ellos que llenaban los rugientes estómagos de los que nos sentábamos a la mesa
sobre las tres y algo de la tarde que era cuando llegaba mi padre de trabajar.
Cuando él faltó mi madre adelantó en algo el horario ya que teníamos clases
también por la tarde. Si el sábado o domingo comíamos bienmesabe, al otro día se
almorzaba cazón en sobreusa. Memorables las croquetas de rica bechamel, sin
tropezón alguno, que preparaban en un mano a mano Tata y mi madre que estaban
realmente deliciosas. Solamente una persona ha sido capaz de igualar e incluso
superarlas, la tita Charo Collantes.
Los calamares rellenos, pescadilla,
jureles, acedías, algún guiso de carne, gazpachos, no molido como los de ahora,
sino con sus tropezones, unos huevos cocidos partidos por la mitad recubiertos
de salsa de tomate y cacahuetes horneados era unos de los platos estrellas de
mi madre amén de los fideos con caballas o las tortillas de camarones. La
ensaladilla rusa, papas aliñadas y de postre, según la temporada, boniatos
asados, flan, natillas algún bizcocho casero que se hacía en el horno los fines
de semana, pestiños, torrijas, fruta del tiempo, rosquillas o la famosa y
siempre deliciosa poleá que es la variante dulce de las gachas y que conforman
lo que ahora llaman la cocina de subsistencia.
Los picatostes eran también un
buen manjar a la hora de merendar. Mi amigo José María me relató cuando le
envíe los que nos pusieron en una cafetería de Reinosa, en Cantabria, que “le
recordaban a su abuela ya que cuando veía seis o siete niños con cara de
hambre, se ponía a freír pan asentado del día anterior, lo espolvoreaba con
azúcar y quedaban merendados como príncipes.”
En mi infancia y primera
juventud no se solía comer en un bar y menos en restaurantes. Algún día en
Semana Santa, en Feria y paramos de contar. Tampoco nos hacía falta. Eran
tiempos que muchos pasaban necesidad y por eso mismo no caíamos en las
necesidades que hoy en día nos subyugan ya que con solo caerse el wifi o sufrir
un apagón parece que el mundo se nos acaba.
Fue este pasado miércoles
cuando merendando en una cafetería con unos queridos amigos del pueblo en el
que habitamos, hacía bastante frío, nos pedimos un chocolate con picatostes y
no os puedo describir con palabras lo que dispusieron delante de nosotros. Una
buena taza de humeante chocolate y unos picatostes que eran unas rebanadas
gruesas de pan frito en su justa medida en el que bien se podía untar
mantequilla o mermelada de lo grande que era. La verdad es que todo entró muy
bien porque estaba delicioso y la compañía era verdaderamente inmejorable.
Antes habíamos estado en Alto Campoo que ya atesoraba el manto blanco de las
primeras nieves del otoño.
Otro día os hablaré de la rica
cultura gastronómica que existe en Cantabria. Hoy he querido rememorar lo que
se guisaba en mi casa, en las irrepetibles callejuelas de mi infancia.
Jesús Rodríguez Arias